El muchacho lo recibió con una sonrisa silenciosa. Lo sostuvo en alto, estudiándolo, deteniéndose en cada detalle, en la textura, en lo poco que pesaba, y luego le dio las gracias a su padre. Te enseñaré cómo usarlo, le dijo éste, henchido de orgulloso, sin acercarse. Lo había comprado la última semana de agosto, casi un mes antes del catorce cumpleaños de su hijo. Pero ya llevaba mucho tiempo pensándolo.
Enero del año siguiente. Cuatro meses después. El muchacho sostiene el regalo en alto por última vez, humeante todavía, pocos minutos antes de dejarlo sobre la mesa de la cocina para no volver a tocarlo jamás. También ahora se encuentra su padre en la sala, pero no sonriendo. Esto es su habitación, la habitación que compartió hasta hace un par años con la madre del chaval. Los rostros de padre e hijo parecen el reflejo el uno del otro. Igual de calmados, inexpresivos. La mayor diferencia, un pequeño hilillo de sangre que todavía se desliza por la frente de uno de ellos.
Pasan los minutos. Parece que el tiempo se ha detenido. Casi nunca hay este silencio en la casa, con su padre, su abuela y la hermana de ésta. El muchacho disfruta del silencio. Incapaz de apartar la mirada de su padre. De la sangre carmesí que lo impregna todo. Las paredes. Las sábanas. El rostro sin vida del hombre que le hizo el regalo.
Ya no lo tiene en las manos cuando realiza la llamada. Da los datos con frialdad, como si no fuera él quién habla. El policía que le atiende no le cree. Le dice que les esperará afuera, le dice dónde ha dejado el regalo para que lo encuentren con facilidad, para que no crean que aún lo tiene, que aún quiere usarlo. Se sienta en los escalones de la entrada. Hace frío. Un frío cortante que se cala hasta los huesos. Pero está bien. Al menos ahora siente algo. Contempla la negra noche y, milagros de la mente, ya es incapaz de visualizar lo que acaba de hacer. Sonríe.
Enero del año siguiente. Cuatro meses después. El muchacho sostiene el regalo en alto por última vez, humeante todavía, pocos minutos antes de dejarlo sobre la mesa de la cocina para no volver a tocarlo jamás. También ahora se encuentra su padre en la sala, pero no sonriendo. Esto es su habitación, la habitación que compartió hasta hace un par años con la madre del chaval. Los rostros de padre e hijo parecen el reflejo el uno del otro. Igual de calmados, inexpresivos. La mayor diferencia, un pequeño hilillo de sangre que todavía se desliza por la frente de uno de ellos.
Pasan los minutos. Parece que el tiempo se ha detenido. Casi nunca hay este silencio en la casa, con su padre, su abuela y la hermana de ésta. El muchacho disfruta del silencio. Incapaz de apartar la mirada de su padre. De la sangre carmesí que lo impregna todo. Las paredes. Las sábanas. El rostro sin vida del hombre que le hizo el regalo.
Ya no lo tiene en las manos cuando realiza la llamada. Da los datos con frialdad, como si no fuera él quién habla. El policía que le atiende no le cree. Le dice que les esperará afuera, le dice dónde ha dejado el regalo para que lo encuentren con facilidad, para que no crean que aún lo tiene, que aún quiere usarlo. Se sienta en los escalones de la entrada. Hace frío. Un frío cortante que se cala hasta los huesos. Pero está bien. Al menos ahora siente algo. Contempla la negra noche y, milagros de la mente, ya es incapaz de visualizar lo que acaba de hacer. Sonríe.
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