Me gustaba seguirla cuando salía de aquellos pisos anónimos a altas horas de la noche. Deslizándose por las callejuelas, a toda prisa, como si fuera consciente de mi presencia. No necesitaba acercarme demasiado. Ya sabía adónde iba. Me quedaba agazapado entre unos arbustos mientras ella rebuscaba en el bolso hasta dar con las llaves, y entonces se perdía en el interior un edificio que, a fin de cuentas, constituía la única separación real entre ella y yo.
Supongo que si hubiera irrumpido en su casa, haciéndome pasar por un mero repartidor, cualquier día, sin tanto acecho, sin tanta espera, todo habría acabado saliendo bien. Mucho mejor de lo que en realidad acabó. Al fin y al cabo la gente es por costumbre despistada, o mejor dicho, egocéntrica hasta el extremo, y presta escasa o nula atención a lo que sucede a su alrededor. Cualquiera que se cruzara conmigo me olvidaría a los pocos segundos. Pero qué le voy a hacer, sigo mi rutina, que es la que me ha llevado hasta aquí. Siempre esperar una señal. Siempre esperar la inspiración.
Comentarios
Publicar un comentario