Vuelta a casa. Metro. Es tarde, pocos pasajeros, silenciosos la mayoría, meditabundos. Enfundado en el anorak, entrecerrando los ojos, acurrucado en el asiento, hombro con hombro con otros dos pasajeros que me rodean, viendo tras una neblina suave los rostros de personas anónimas que durante los siguientes veinte minutos serán motivo de miradas incómodas y desenfocadas. Y entonces se oye la voz.
Él está de pie. Hay asientos vacíos pero prefiere estar de pie. Su voz es ronca, las palabras se arrastran como si se negaran a existir. Farfulla, se revuelve incómodo. Al principio nada de lo que dice parece tener coherencia. Algunos le miran. No tiene demasiada mala pinta. Los ojos algo turbios, el cabello corto algo revuelto, pero poco más. La piel oscura. La ropa también.
Pronto empezamos a reparar en que no habla consigo mismo. Gruñidos que empiezan a tomar forma a medida que algunos ojos se fijan en él, aunque ninguno le sostiene la mirada. Él se envalentona. Toda su amargura surge como una erupción incontenible. El mismo discurso una y otra vez. Los muchos inmigrantes que le rodean sacuden la cabeza, o la agachan, o fingen que no están escuchando. Los que no son inmigrantes, tres cuartos de lo mismo. Él les insulta. Menciona plantaciones de café, aviones que llenaría con ellos si tuviera poder, devolviéndolos a sus países o simplemente alejándolos de aquí, todo condimentado con insultos de la más vil naturaleza.
Habla el odio. Habla la desesperación. Habla la bilis. Incluso el alcohol que supura cada uno de sus poros. Pero nadie más eleva la voz en el vagón. Le evitan al bajar. Él sigue farfullando. El vagón se detiene y las puertas se abren. Se pierde entre la multitud. Se pierde en el olvido, se mezcla con los demás y así sus ideas y sus barbaridades se han mezclado con frases y sonidos del día, y quedan como un poso en la mente de todos los que le han acompañado en este viaje.
Él está de pie. Hay asientos vacíos pero prefiere estar de pie. Su voz es ronca, las palabras se arrastran como si se negaran a existir. Farfulla, se revuelve incómodo. Al principio nada de lo que dice parece tener coherencia. Algunos le miran. No tiene demasiada mala pinta. Los ojos algo turbios, el cabello corto algo revuelto, pero poco más. La piel oscura. La ropa también.
Pronto empezamos a reparar en que no habla consigo mismo. Gruñidos que empiezan a tomar forma a medida que algunos ojos se fijan en él, aunque ninguno le sostiene la mirada. Él se envalentona. Toda su amargura surge como una erupción incontenible. El mismo discurso una y otra vez. Los muchos inmigrantes que le rodean sacuden la cabeza, o la agachan, o fingen que no están escuchando. Los que no son inmigrantes, tres cuartos de lo mismo. Él les insulta. Menciona plantaciones de café, aviones que llenaría con ellos si tuviera poder, devolviéndolos a sus países o simplemente alejándolos de aquí, todo condimentado con insultos de la más vil naturaleza.
Habla el odio. Habla la desesperación. Habla la bilis. Incluso el alcohol que supura cada uno de sus poros. Pero nadie más eleva la voz en el vagón. Le evitan al bajar. Él sigue farfullando. El vagón se detiene y las puertas se abren. Se pierde entre la multitud. Se pierde en el olvido, se mezcla con los demás y así sus ideas y sus barbaridades se han mezclado con frases y sonidos del día, y quedan como un poso en la mente de todos los que le han acompañado en este viaje.
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