No mostró sorpresa alguna al verme a mí en lugar de al otro. Supongo que eso me descolocó. Incluso tuvo tiempo de cerrarme la puerta en las narices. Pero no lo hizo, sencillamente retrocedió un paso y me indicó que pasara. Me quedé plantado, con la boca abierta. Ella desvió la mirada un segundo hacia la navaja que relucía en mi mano, y luego se perdió en el interior. Entré. Agucé el oído pero no oí nada allí dentro, me pregunté donde se podría haber escondido. Quizá ya llamaba a la policía. Lo mejor sería marcharme, una retirada a tiempo es una victoria. De todas formas no veía nada, avanzaba a tientas por el pasillo y me sentía más expuesto que nunca, más débil, impotente. Un silencio sepulcral me rodeaba, y la oscuridad que hasta aquel momento me había supuesto una ventaja se había convertido en mi peor enemiga. Entonces oí aquella voz, susurrándome al oído, una cadencia suave y reconfortante que me hizo bajar el arma.
Recapacitando, creo que fueron sus ojos. Unos ojos azules que atrapaban la luz y que me atraparon también a mí. Me cegó. Cuando la vi por primera vez en el bar me fijé en que era muy pálida, claro, cómo ignorarlo, pero eso también era parte de su encanto. El cabello rojizo cayendo hasta media espalda, suelto, libre, el mismo cabello que ahora me acariciaba la nuca a medida que ella se inclinaba sobre mí. Seguía hablando, susurrando, aunque yo no comprendía una soloa palabra. Todo me sonaba igual, todo me sonaba a derrota, a fracaso. Dejé caer la navaja y cerré los ojos, y cuando hundió sus colmillos en mi yugular, una sonrisa ensangrentada se dibujó en mi rostro al darme cuenta de lo idiota que había sido.
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