Llevaba horas esperando. Horas eternas, estiradas hasta la extenuación, hasta que se tensan y se dilatan y cada minuto parece un siglo. Y a pesar de todo, de la espera, de la paciencia infinita, en ocasiones el momento ni siquiera llega. Pasa de largo, deslizándose entre los dedos que acaban por acariciar el aire donde unos segundos antes estaba la oportunidad.
Entonces es cuando hay que dar marcha atrás. No forzarlo. Dejar que la oportunidad fluya, que se marche suavemente, verla desaparecer con la seguridad de que aquí ha estado la diferencia. Tan sutil como decisiva. Pues ahí es donde se suele fallar, donde caen los más poderosos y despiadados. Víctimas del ansia, esa ansia enfermiza que a veces parece incontrolable. Pero no lo es. Y ésa es la razón por la que durante tanto tiempo he podido permanecer en la sombra, riéndome de los que en vano tratan de darme caza.
Los instintos nos traicionan sólo cuando se lo permitimos.
Pero aquel día el momento se presentaba. Lo veía, lo sentía. Lo tenía allí delante. La llevaba siguiendo desde hacía muchas noches. Es tan sencillo asimilar y mimetizar la rutina que impregna las vidas de todos los habitantes de esta ciudad, igual que en todas las ciudades antes que ésta. Patrones tan fijos que casi pierde la gracia. Debía ser feliz la muchacha. Acudiendo siempre a los mismos bares, noche tras noche la misma rutina, sin variar un ápice, encontrar a las mismas personas, borrachos sin rostro que le hacían cumplidos y a los que eventualmente acompañaba a casa. Reírles sus chistes, besarles. Creer que lo que haces es la única opción, o la mejor al menos. No dudar. Vivir. Si yo aceptara eso todo sería mucho más fácil. Pero sería falso.
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