La pareja entra en el cine rodeada de una muchedumbre que se mueve nerviosa, entre risas alborotadas y una charla incesante y animada. Comentarios sueltos aquí y allá sobre detalles de la película que van a ver. Recogen las gafas estereoscópicas que les reparten a la entrada, y ella se detiene un momento para estudiarlas. Son tan ligeras... Se ve reflejada en las lentes, un rostro avejentado, finas arrugas surcando unos ojos azules, límpidos. La piel desgastada. Un mohín de disgusto dibujándose en aquellas facciones antaño admiradas por todo el mundo.
Entran en la sala en penumbras, apenas iluminada por algunos focos dispersos. Él guía la marcha, en busca de sus asientos. Ella todavía medita, taciturna. Se deja guiar. Arrastrando los pies. Aferrándose al brazo de su acompañante como si temiera derrumbarse. Él gruñe. Esquivan a los muchachos que corretean con las gafas puestas, riendo, incapaces de mantenerse quietos. Siempre es así últimamente. Alboroto. Movimiento. La vida ha irrumpido en las oscuras salas de cine. Los nuevos avances lo han cambiado todo.
Se sientan. Se apagan las luces. Las voces no cesan, aquí y allá. Risas, movimientos furtivos. Ella desliza la mano, entrelazando sus dedos con los de él. Cuando se ilumina la pantalla, y se empiezan a sumergir suavemente en el mar de colores y formas envolventes y emociones desbordantes que están a punto de abalanzarse sin piedad sobre el público, un escalofrío la recorre. Sabe lo que viene ahora. Por eso ha venido.
Y aunque lo espera, nunca le deja de sorprender. La ve surgir de la nada, acompañada de un murmullo del público que siempre la recibe igual. Pasarán años, y nada cambiará. La admiración. El deseo. La muchacha que irrumpe en la pantalla, que se inclina, que parece acariciar los rostros de su audiencia, que apenas respira, es de una belleza tal, que al fin han cesado las voces. Aquel cabello dorado, aquellos miembros ágiles y las curvas perfectas. La anciana contempla su reflejo digitalizado y rejuvenecido desde su cómoda butaca. Respira pesadamente. La película avanza, y al cabo de un rato, cuando la muchacha, por exigencias de un guión apenas existente, muestra toda su radiante anatomía, ella se vuelve hacia su acompañante.
Dudo que alguna vez tuviera ese cuerpo, le susurra. Ni cuando tenía dieciocho.
Él sonríe. Se encoge de hombros, sin apartar la vista de la pantalla un solo instante.
Pues ahora lo tendrás para siempre, querida. Y quizá vayas mejorando con los años, quién sabe. Mírala. Es tan real...
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