Todavía resuena en mis oídos el estruendo de la última carga. Luego la oscuridad, mientras repito una y otra vez La Palabra. La redención de nuestro antihéroe, al que hemos seguido a través de una cruenta y absurda guerra hasta esta Barcelona sitiada. Hasta este 11 de septiembre de 1714.
Con Sant Jordi a la vuelta de la esquina, el movimiento independentista en pleno auge y un referéndum inminente en el horizonte, no se me ocurre mejor momento para la aparición de un libro como éste. Ya hace meses que se publicó, pero el boca a boca me hizo toparme con él hará un par de semanas. Devorarlo es quedarse corto. Y es que Albert Sánchez Piñol ha conseguido algo magnífico. Algo que se puede resumir en una palabra. Épica. Se agradece que alguien nos enseñe que, aunque ahora parezcamos cobardes borregos, alguna vez no lo fuimos.
De la mano de Martí Zuriviría, ingeniero formado en Francia por el ingeniero militar Sebatien Bauvan, que se ve involucrado en la que Sánchez Piñol no duda en llamar la Primera Guerra Mundial (más conocida como la Guerra de Sucesión Española), un personaje cobarde, pillo, traidor a cualquier causa, pasamos de batalla en batalla, por ataques, asedios, huidas, heroicidades y cada pequeña miseria de la guerra. Y nos vamos acercando a una Barcelona convertida en el núcleo de un sentimiento, el catalán, con el que llegado un punto no podemos sino sentirnos identificados.
¿Manipulación? Quizá. Aunque el autor no se ahorra golpes hacia los políticos catalanes (igual de falsos, egoístas y corruptos los de entonces que los de ahora), se intuye un amor hacia el pueblo catalán que no muestra hacia el castellano. Como se suele decir, en literatura, suele ganar el perdedor.
En resumidas cuesta, este libro sólo va de un pueblo, de una nación, a la que sus dirigentes metieron en una guerra estúpida orquestada por los reyes de media Europa. Felipe de Anjou (con Francia detrás) contra Carlos de Austria (apoyado por Inglaterra y Austria, por descontado). Media Europa babeando por hacerse con las riendas del Imperio Español.
La grandeza, sin embargo, no radica ni mucho menos en quién ganó. Al fin y al cabo es una batalla de poder entre reyes que nos importan poco. La grandeza es que cuando se perdió la guerra, cuando los ingleses huyeron por mar, cuando los franceses ya se sabían dominadores de España, el pueblo catalán tomó el relevo, y se levantó. Que aunque sus dirigentes los arrojaran a la sumisión y prácticamente a la pérdida de todos sus derechos, el pueblo se negó a rendirse. Lucharon y perdieron. Pero cómo. Eso es "Victus".
Seas español, catalán, francés, alemán o coreano del norte, esto no deja de ser un relato heroico, tan épico como la batalla de las Termópilas, tan absurdo pero más glorioso. La gracia no es que sean catalanes. Es que era gente de la calle. Universitarios, herreros, panaderos, sastres o guerrilleros venidos de los montes. Miradlos luchar. Morir. Si analizas la historia de forma más o menos objetiva, verás que lo hicieron por un motivo absurdo. Sus dirigentes los habían puesto del bando perdedor. Tomaron decisiones equivocadas. Sí. Y perdieron. No cabía más que rendirse. Aceptar la derrota.
Pero esa es la razón de este libro. Esa es la razón por la que un viejo Martí Zubiría, personaje curtido en mil batallas, nonagenario y moribundo, al narrar sus viejas historias desde el exilio a la austríaca Waltraud, su querida y horrenda Waltraud, la batalla que más recuerde sea la de Barcelona. La que le hizo comprender. Porque es tan raro que ocurra lo que tuvo lugar entre los muros de esa ciudad que bien merece uno y mil libros, y por ellos sus habitantes pueden estar orgullosos durante generaciones. Por eso se celebra ese día. Por eso el 11 de septiembre es la Diada de Catalunya, el día de todos los catalanes. Porque si alguna vez un pueblo fue valiente, o perdió la cordura por completo, fue entonces. Por los motivos que sean, lucharon por su libertad.
La figura de los miquelets, esos bandoleros catalanes, mercenarios, independientes de espíritu y corazón, libres de ideologías, ensalzada por Sánchez Piñol como reflejo de un pueblo, el catalán, que llegado un punto comprende que no hay marcha atrás. Sus gobernantes los han abandonado, pero precisamente cuando no se tiene nada, cuando se ha perdido todo, sólo queda lo importante. La familia, el hogar, la libertad. Eso defendían encerrados en Barcelona. Eso nos quitaron.
Necesario recordar esa fecha. 11 de septiembre de 1714. Leed lo que ocurrió. Leed quién éramos. Leedlo bien, intentad apartar la paja, las pequeñas o grandes manipulaciones que se han colado entre estas páginas. Cuando veáis a nuestros políticos en la televisión, los catalanes, los españoles, recordad a los felpudos rojos que uno no puede sino odiar y despreciar tras acabar el libro. No nos representan. Ni entonces ni ahora. No saben quiénes somos.
"Victus" no es un canto a la independencia, más allá del hecho innegable de que un día la hubo. Aquella guerra, aunque el libro lo deje entrever (gran error, a mi parecer), poco tuvo que ver con una batalla de ideologías. Los catalanes trabajadores contra los holgazanes de Castilla. La realidad es que no fue sino una guerra de Francia contra Austria, utilizando nuestra casa como patio de batallas.
"Victus" es una oda a la valentía. A un pueblo que, sometido a la peor de las pruebas, la aniquilación, la supresión de todas sus libertades, fue valiente y no hincó la rodilla. Podría haber sido otro pueblo, pero fuimos nosotros. Podría haber sido otro invasor, pero fue ese. Por eso los catalanes estamos orgullosos de ese día, por eso ese día nos une y nos da fuerzas. La valentía. La entrega total. Con ello, incluso perdiendo se gana.
Con Sant Jordi a la vuelta de la esquina, el movimiento independentista en pleno auge y un referéndum inminente en el horizonte, no se me ocurre mejor momento para la aparición de un libro como éste. Ya hace meses que se publicó, pero el boca a boca me hizo toparme con él hará un par de semanas. Devorarlo es quedarse corto. Y es que Albert Sánchez Piñol ha conseguido algo magnífico. Algo que se puede resumir en una palabra. Épica. Se agradece que alguien nos enseñe que, aunque ahora parezcamos cobardes borregos, alguna vez no lo fuimos.
De la mano de Martí Zuriviría, ingeniero formado en Francia por el ingeniero militar Sebatien Bauvan, que se ve involucrado en la que Sánchez Piñol no duda en llamar la Primera Guerra Mundial (más conocida como la Guerra de Sucesión Española), un personaje cobarde, pillo, traidor a cualquier causa, pasamos de batalla en batalla, por ataques, asedios, huidas, heroicidades y cada pequeña miseria de la guerra. Y nos vamos acercando a una Barcelona convertida en el núcleo de un sentimiento, el catalán, con el que llegado un punto no podemos sino sentirnos identificados.
¿Manipulación? Quizá. Aunque el autor no se ahorra golpes hacia los políticos catalanes (igual de falsos, egoístas y corruptos los de entonces que los de ahora), se intuye un amor hacia el pueblo catalán que no muestra hacia el castellano. Como se suele decir, en literatura, suele ganar el perdedor.
En resumidas cuesta, este libro sólo va de un pueblo, de una nación, a la que sus dirigentes metieron en una guerra estúpida orquestada por los reyes de media Europa. Felipe de Anjou (con Francia detrás) contra Carlos de Austria (apoyado por Inglaterra y Austria, por descontado). Media Europa babeando por hacerse con las riendas del Imperio Español.
La grandeza, sin embargo, no radica ni mucho menos en quién ganó. Al fin y al cabo es una batalla de poder entre reyes que nos importan poco. La grandeza es que cuando se perdió la guerra, cuando los ingleses huyeron por mar, cuando los franceses ya se sabían dominadores de España, el pueblo catalán tomó el relevo, y se levantó. Que aunque sus dirigentes los arrojaran a la sumisión y prácticamente a la pérdida de todos sus derechos, el pueblo se negó a rendirse. Lucharon y perdieron. Pero cómo. Eso es "Victus".
Seas español, catalán, francés, alemán o coreano del norte, esto no deja de ser un relato heroico, tan épico como la batalla de las Termópilas, tan absurdo pero más glorioso. La gracia no es que sean catalanes. Es que era gente de la calle. Universitarios, herreros, panaderos, sastres o guerrilleros venidos de los montes. Miradlos luchar. Morir. Si analizas la historia de forma más o menos objetiva, verás que lo hicieron por un motivo absurdo. Sus dirigentes los habían puesto del bando perdedor. Tomaron decisiones equivocadas. Sí. Y perdieron. No cabía más que rendirse. Aceptar la derrota.
Pero esa es la razón de este libro. Esa es la razón por la que un viejo Martí Zubiría, personaje curtido en mil batallas, nonagenario y moribundo, al narrar sus viejas historias desde el exilio a la austríaca Waltraud, su querida y horrenda Waltraud, la batalla que más recuerde sea la de Barcelona. La que le hizo comprender. Porque es tan raro que ocurra lo que tuvo lugar entre los muros de esa ciudad que bien merece uno y mil libros, y por ellos sus habitantes pueden estar orgullosos durante generaciones. Por eso se celebra ese día. Por eso el 11 de septiembre es la Diada de Catalunya, el día de todos los catalanes. Porque si alguna vez un pueblo fue valiente, o perdió la cordura por completo, fue entonces. Por los motivos que sean, lucharon por su libertad.
La figura de los miquelets, esos bandoleros catalanes, mercenarios, independientes de espíritu y corazón, libres de ideologías, ensalzada por Sánchez Piñol como reflejo de un pueblo, el catalán, que llegado un punto comprende que no hay marcha atrás. Sus gobernantes los han abandonado, pero precisamente cuando no se tiene nada, cuando se ha perdido todo, sólo queda lo importante. La familia, el hogar, la libertad. Eso defendían encerrados en Barcelona. Eso nos quitaron.
Necesario recordar esa fecha. 11 de septiembre de 1714. Leed lo que ocurrió. Leed quién éramos. Leedlo bien, intentad apartar la paja, las pequeñas o grandes manipulaciones que se han colado entre estas páginas. Cuando veáis a nuestros políticos en la televisión, los catalanes, los españoles, recordad a los felpudos rojos que uno no puede sino odiar y despreciar tras acabar el libro. No nos representan. Ni entonces ni ahora. No saben quiénes somos.
"Victus" no es un canto a la independencia, más allá del hecho innegable de que un día la hubo. Aquella guerra, aunque el libro lo deje entrever (gran error, a mi parecer), poco tuvo que ver con una batalla de ideologías. Los catalanes trabajadores contra los holgazanes de Castilla. La realidad es que no fue sino una guerra de Francia contra Austria, utilizando nuestra casa como patio de batallas.
"Victus" es una oda a la valentía. A un pueblo que, sometido a la peor de las pruebas, la aniquilación, la supresión de todas sus libertades, fue valiente y no hincó la rodilla. Podría haber sido otro pueblo, pero fuimos nosotros. Podría haber sido otro invasor, pero fue ese. Por eso los catalanes estamos orgullosos de ese día, por eso ese día nos une y nos da fuerzas. La valentía. La entrega total. Con ello, incluso perdiendo se gana.
Visca Catalunya Lliure |¡*¡|
ResponderEliminarNo estoy de acuerdo con Borinot, pero ojalá podamos decidirlo pronto
ResponderEliminarGran libro, en mi opinión la gran virtud de Sánchez Piñol es que consigue hacer pensar...
ResponderEliminarEn la novela hay una frase memorable. La que dice que España no existe; es un desencuentro.
ResponderEliminarComo tú mismo dices, ha escrito Sánchez Piñol una novela épica.
Saludos.