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La edad de hierro


Sencillez y sutileza, un canto a la vida, a lo absurdo que resulta desperdiciarla en guerras y conflictos pero a la vez un reconocimiento triste y delicioso a todos aquellos que luchan, mueren, y malgastan lo más preciado que existe para que el mundo avance. Un necesario homenaje a todas las infancias truncadas y a la valentía y al arrojo y a la ignorancia de los que al final conocemos como trágicos héroes.

Una anciana blanca enfrentándose a sus últimos días en la Sudáfrica de los ochenta, aferrándose con uñas y dientes a cada momento fugaz, a cada instante de dolor como si fuera una joya de valor incalculable, atrapada en la soledad de su hogar mientras su país se desangra allí fuera. La lucha contra el apartheit impregnándolo todo. Niños soldados, generación perdida. Brutalidad policial. Miseria, pobreza, y la ridícula anestesia de los que, a pocos kilómetros, viven sus vidas en sus palacios de cristal.

Toda la novela estructurada como una metafórica botella  hacia su hija que vive en Estados Unidos, con un mensaje ambiguo, cambiante, pero tan poderoso que cuesta apartar la mirada...


La aparición de Vercueil, un viejo mendigo negro que acampa en su jardín y con el que entablará una relación tan extraña que cuesta catalogarla como amistad, sirve de excusa para guiarnos a través de hechos, emociones y pensamientos que no requieren más explicación. Añoranza, miedo, orgullo, amor. Dolor. Nosotros simplemente debemos sumergirnos en la suave prosa de Coetzee, que nos mece, nos lleva sin que nos demos cuenta a lugares que sólo la gran literatura es capaz de alcanzar.

Un libro para caminar descalzos por calles polvorientas esquivando casquillos todavía humeantes, para recordar lo que ocurre a día de hoy en tantos lugares. Un libro para valorar lo que tenemos, y recordar cuánto ha costado conseguirlo. Entender un poquito más Sudáfrica, y el mundo entero.

 

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