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A la sombra de las muchachas en flor




Dejándonos llevar por la corriente del embravecido río que es esta monumental obra, dejamos lentamente atrás la infancia del joven y enfermizo e hipersensible Proust, sus días en Combray, sus largos y solitarios paseos, para zambullirnos en el principio de su adolescencia.

A la sombra de las muchachas en flor nos narra con el obsesivo detalle al que ya nos hemos acostumbrado, con ese estilo magnífico y casi excesivo que convierte en insulsas a la mayoría de novelas (cuesta imaginar un libro mejor escrito), el primer gran amor de Proust, Gilberta Swann, a la que ya conocíamos del primer volúmen. Pero como todo se acaba difuminando, e incluso las pasiones más fuertes pocas veces resisten el paso del tiempo y las casi siempre absurdas acciones humanas, al final (o eso parece) de esta relación le seguirán unos meses en el balneario de Balbec, donde conocerá a las muchachas en flor que anuncia el título.

Tras el relativo fracaso del primer volumen, que Proust tuvo que publicar de su bolsillo, fue este segundo, publicado en 1919, recibiendo el prestigioso premio Goncourt, el que al fin otorgó una merecidísima fama y reconocimiento a su autor.

Veamos...

Días y más días de inocentes juegos en los Campos Elíseos acaban consolidando una robusta amistad entre el Proust niño que lentamente va dejando de serlo y una Gilberta que lo acoge al fin en su casa, que le permite adentrarse en los reinos que él ya visitó mentalmente tantísimas veces. Y aunque esta nueva intimidad en la casa de los Swann le da la oportunidad de conocer a su admiradísimo Bergotte, al que apenas reconoce como el autor de los libros que ha llegado a idolatrar, las tardes de té y pastas y conversaciones vacuas no son suficientes.

Gilberta empieza a cansarse de sus constante presencia, quizá de la falta de emociones que le proporciona ese amigo que, incluso antes de ser algo más, ya es tan íntimo con su familia, con Swann y con una acomodada Odette. Esa intimidad la hastía, incluso más al ver lo rematamente adulador que es el pequeño Proust con su madre.

Éste, en un burdo intento de reavivar una llama que quizá nunca fue tal, deja de acudir a su casa, si no es para ver a la señora Swann. Fingiendo compromisos cancela todas sus citas con Gilberta, la rehúye. Deja pasar las semanas hasta que, el día que decide verla de nuevo, la encuentra marchándose por el paseo con otro muchacho.

Pasamos entonces a la segunda y mejor parte de la novela, la estancia de Proust en el balneario de Balbec, al cual marcha junto a su criada Francisca, por primera vez abandonando la casa de sus padres. La traumática separación de su madre deja claro que, al fin, la infancia del autor está a punto de llegar a su fin.

Inútil sería describir los primeros días junto al mar. Sencillamente porque no pasa nada. Paseos y más paseos y cenas y escaso contacto con los demás huéspedes del hotel. Sólo Proust es capaz de arrastrarnos por esas páginas como si estuviéramos en mitad de una odisea homérica.

Hasta el día en que, contemplando el mar, las ve. Un grupo de muchachas risueñas correteando por el paseo. Él, tan tímido, tan retrahído, queda fascinando por el espectáculo que se le ofrece, que no es otro que la vida en su más pura forma. Obesionado con esas muchachas a las que apenas distingue, a las que ve como una masa informe de belleza y espontaneidad, centra todos sus esfuerzos en conocerlas, en unirse al grupo.

Y así como Gilberta le abrió las puertas para conocer al escritor Bergotte, ahora Proust nos deja claro que ya se ha metido de lleno en la adolescencia mostrándonos al pintor Elstir, al que conoce y utiliza para trabar amistad con Albertina, su gran objetivo dentro del grupo de las muchachas en flor. Sus prioridades han cambiado. Entrar en contacto con el artista, con el gran hombre, es ahora un simple peaje.

Metida ya la cabeza, pronto nos encontramos ya formando parte del grupo, jugando con ellas, charlando y trabando amistad con las dos cabecillas. Andrea, la más bella y incluso inteligente, la confidente de Proust, obviamente enamorada de él, teniendo que soportar sus constantes preguntas y comentarios sobre Albertina, a la que parece rodear un aura que la hace adorable para todo el mundo. Proust se debate sobre si llevar su amistad al siguiente nivel, y tras el fiasco de Gilberta, de nuevo vuelve a fallar.

Un burdo intento de besarla en el hotel acaba con su total distanciamiento, y el final del verano, las tormentas y las lluvias que alejan a los huéspedes de Balbec, acaba con la relación antes de que empezara.

Al final del libro Proust vuelve a Paris, y pronto descubriremos adónde le llevan los cambios que ha experimentado durante estos meses, las revelaciones sobre sí mismo y sobre sus prioridades en El mundo de Guermantes, la tercera parte de esta obra magna.



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