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Olvidado Rey Gudú, oda a la imaginación

 
En un país muy lejano, tan lejano que se encuentra en el último reducto de nuestra mente infantil, hay un reino donde todo es posible. Un lugar con altísimas murallas al que difícilmente se puede volver una vez se ha abandonado.
 
Allí dentro hay magia, hay hombres y mujeres fascinantes que se embargan en épicos viajes y en aventuras descabelladas a lomos de caballos magníficos, relucientes como el sol mismo, hay criaturas mitológicas cuyos nombres sólo recuerdas en sueños de los que despiertas con los ojos húmedos. Hay niños que nunca crecen y niños que no pueden amar, y brujas y hechiceros y todo parece tan delicado y maravilloso que podría derrumbarse con una sola palabra.
 
Ese reino tiene tantos nombres como personas puedan imaginarlo, y es tan grande y tan rico que harían falta siglos y más siglos para empezar a trazar sus mapas e intentar describirlo. Uno de esos nombres es Olar, y una de sus mayores historias, la de Gudú Rey, y sobre todo, la de su madre, la inolvidable reina Ardid.
 
Con gran emoción y una media sonrisa nostálgica recuerdo mi tiempo allí. Pasar las primeras páginas de la obra maestra de Ana María Matute, dar los primeros pasos por ese reino permanentemente en guerra, conocer al conde Olar, a sus hijos paticortos...
 

 
Nombres y hechos que ya forman parte de uno mismo, lugares que despiertan nuestra imaginación sólo con mencionarlos y antes de que nos demos cuenta ya caminamos por la isla de Leonia, por los acantilados del norte o por las playas de arena blanca del sur, entre piratas y comerciantes y rodeados de las mayores riquezas, para encontrarnos luego, sin saber cómo, en la inmensa y árida estepa, perdidos en ese foco de obsesiones de toda una dinastía.
 
O danzamos y reímos junto a Tontina y su séquito, fantaseando sobre el misterioso reino del que proceden, o al que irán cuando su tiempo aquí llegue a su fin, con sus juguetes, bajo la sombra el Árbol de los Juegos que ahora mismo se encuentra en el momento de su mayor esplendor, lanzando destellos dorados que parecen oro puro. Nos subimos a sus ramas y deseamos no bajar jamás.
 
Y vemos allí en un rincón al Trasgo del Sur, que no es consciente del todo de su nivel de contaminación, y no precisamente por su afición a ese dulce néctar carmesí que es el vino, como tampoco lo somos nosotros, pues vamos adorando cada día más a la pequeña Ardid con sus ojillos de ardilla y su infinita sabiduría, nos impregnamos de su historia de venganza y sufrimos por ella, encerrada en la torre azul perdiendo su juventud por el mero hecho de amar a quien debió odiar. Y a pesar de todo nos lamentamos por su grandísimo error, que no es otro que arrebatar a su hijo recién nacido, Gudú, lo más preciado que existe, condenándole a ser un gran rey olvidado, pues qué triste y absurda resulta la vida sin conocer lo que es el Amor.
 
Conocer estas historias, estos nombres, conocer hasta el más ínfimo detalle de lo que hay entre las líneas, los personajes que no he mencionado, pensar, qué hay de Ondina, la de los mil nombres, o el Hechicero, o Gudulina y Gudulín, Predilecto, Almíbar y los pajarillos que se posaban sobre la estatua de Volodioso, ése el poso de haber atravesado los muros de Olar.
 
Y aunque ese reino pertenezca a un lugar y a un tiempo tan lejano que jamás existió, ni existirá, nunca será olvidado porque ese reino es el único lugar donde uno siempre es feliz, donde todos necesitamos acudir de vez en cuando.

Es la inocencia perdida, la magia y la imaginación desbordante. Y nada, por muchos siglos que pasen, podrá destruir ese maravilloso lugar.
 

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