
Al fondo del pasillo se abren las puertas del ascensor. Andrew, todavía con la tarjeta electrónica en la mano, a punto de entrar en su habitación, se detiene y se vuelve. La curiosidad le puede. Sonríe. Por la identidad del personaje que acaba de irrumpir. Y cómo no, por los agentes de seguridad que le rodean.
Se acerca unos pasos, haciendo caso omiso de los rostros amenazantes de los guardias. Le tiende la mano a su nuevo vecino. Se presenta. Andrew Auernheimer, dice. Encantado. Éste parece sorprendentemente amistoso, le devuelve el saludo en un más que correcto inglés, y se muestra interesado en los detalles del hotel. En el día a día, en los huéspedes a los que quizá pueda incomodar su presencia. Andrew ríe, le dice que no se preocupe, al fin y al cabo éste no es un lugar común, ya lo sabrá, y le propone bajar a la sala común en cuanto se haya acomodado. Hará un par de llamadas para que todos estén ahí.
Andrew llegó hace semanas. Tantas, que se ha ido acostumbrando, e incluso empieza a disfrutar de su estancia. Al fin y al cabo se trata de un lujoso hotel en Manhattan, con todo tipo de comodidades. Sí, no puede poner un pie fuera del edificio, pero a decir verdad, antes de entrar ahí, en sus fructíferos años como hacker, tampoco veía demasiado el sol.
Ocho personas alrededor de la mesa. El camarero deja las bebidas y se aleja, sin mediar palabra. Uno de ellos le llama, y le entrega una generosa propina, después de susurrarle algo al oído. Andrew pasea la mirada por la concurrencia, aquellos hombres erguidos, imponentes, exitosos hasta que un buen día todo se torció, y acabaron en aquel hotel, formando parte de aquel curioso grupo. Su Breakfast Club particular. Todos estudian al nuevo.
Éste explica su versión de los hechos, y si alguno no le cree o no simpatiza con él, finge de maravilla. Luego beben y al poco ya ríen todos, haciendo bromas sobre la situación. Sobre la prensa, que rodea el lugar. Sobre las barbaridades que han llegado a leer. Alguno comenta, en tono jocoso, que ha visto por Internet un vídeo de los hechos. Una simulación. La muchacha arrastrando el carrito por el pasillo, luego abriendo la puerta de la habitación, para encontrar ni más ni menos que al director del Fondo Monetario Internacional, totalmente desnudo y listo para la acción. Ríen de nuevo, y siguen bebiendo.
En algún momento de la noche, Andrew se acerca al nuevo huésped. Es un buen sitio para pasar una temporada, le dice. Son buenos tipos, alguno de ellos bastante divertido, todos interesantes. Suficientemente interesantes para estar aquí, y no en la cárcel. Todos han cometido algún pequeño error, pero quién no. El otro asiente. Creo que subiré a la habitación, dice, mi mujer está al llegar. Y se incorpora. Le tiende la mano a Andrew. Nos vemos mañana.
Los miembros del Breakfast Club de aquel peculiar hotel neoyorkino, cárcel improvisada para quien pueda permitírselo, le ven alejarse y comentan en voz baja lo que no se han atrevido a decir en su presencia. Pocos le juzgan, sin embargo. La mayoría tienen demasiados esqueletos en sus propios armarios.
Se acerca unos pasos, haciendo caso omiso de los rostros amenazantes de los guardias. Le tiende la mano a su nuevo vecino. Se presenta. Andrew Auernheimer, dice. Encantado. Éste parece sorprendentemente amistoso, le devuelve el saludo en un más que correcto inglés, y se muestra interesado en los detalles del hotel. En el día a día, en los huéspedes a los que quizá pueda incomodar su presencia. Andrew ríe, le dice que no se preocupe, al fin y al cabo éste no es un lugar común, ya lo sabrá, y le propone bajar a la sala común en cuanto se haya acomodado. Hará un par de llamadas para que todos estén ahí.
Andrew llegó hace semanas. Tantas, que se ha ido acostumbrando, e incluso empieza a disfrutar de su estancia. Al fin y al cabo se trata de un lujoso hotel en Manhattan, con todo tipo de comodidades. Sí, no puede poner un pie fuera del edificio, pero a decir verdad, antes de entrar ahí, en sus fructíferos años como hacker, tampoco veía demasiado el sol.
Ocho personas alrededor de la mesa. El camarero deja las bebidas y se aleja, sin mediar palabra. Uno de ellos le llama, y le entrega una generosa propina, después de susurrarle algo al oído. Andrew pasea la mirada por la concurrencia, aquellos hombres erguidos, imponentes, exitosos hasta que un buen día todo se torció, y acabaron en aquel hotel, formando parte de aquel curioso grupo. Su Breakfast Club particular. Todos estudian al nuevo.
Éste explica su versión de los hechos, y si alguno no le cree o no simpatiza con él, finge de maravilla. Luego beben y al poco ya ríen todos, haciendo bromas sobre la situación. Sobre la prensa, que rodea el lugar. Sobre las barbaridades que han llegado a leer. Alguno comenta, en tono jocoso, que ha visto por Internet un vídeo de los hechos. Una simulación. La muchacha arrastrando el carrito por el pasillo, luego abriendo la puerta de la habitación, para encontrar ni más ni menos que al director del Fondo Monetario Internacional, totalmente desnudo y listo para la acción. Ríen de nuevo, y siguen bebiendo.
En algún momento de la noche, Andrew se acerca al nuevo huésped. Es un buen sitio para pasar una temporada, le dice. Son buenos tipos, alguno de ellos bastante divertido, todos interesantes. Suficientemente interesantes para estar aquí, y no en la cárcel. Todos han cometido algún pequeño error, pero quién no. El otro asiente. Creo que subiré a la habitación, dice, mi mujer está al llegar. Y se incorpora. Le tiende la mano a Andrew. Nos vemos mañana.
Los miembros del Breakfast Club de aquel peculiar hotel neoyorkino, cárcel improvisada para quien pueda permitírselo, le ven alejarse y comentan en voz baja lo que no se han atrevido a decir en su presencia. Pocos le juzgan, sin embargo. La mayoría tienen demasiados esqueletos en sus propios armarios.
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